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Viaje a Itaca

Lástima, Ernesto

Es una suerte que Ernesto Sabato esté ciego. De no ser así, es muy probable que él mismo se hubiera arrancado los ojos tras asistir a la adaptación teatral de su novela El túnel. Según la prensa, esta adaptación ha sido realizada (¿o debería escribir "perpetrada"?) por su secretario personal y fue autorizada por el propio escritor. Sin embargo, es inconcebible que un autor tan exigente -tres novelas en 96 años- haya dado el visto bueno a esta versión a ratos cómica y siempre meliflua de lo que se calificó como El extranjero latinoamericano.

Héctor Alterio es Juan Pablo Castel, un pintor de unos setenta años recluido en una celda por el asesinato de María Iribarne, -interpretada por una Pilar Bayona demasiado sensual- varias décadas atrás. Castel cuenta desde el presente la relación con la mujer, una relación absorbente y posesiva -pues él mismo es absorbente y posesivo-, llena de secretos, medias verdades y mentiras enteras. A estos dos personajes les acompañan Allende, el marido de María, y Hunter, su primo -interpretados ambos por un correcto Paco Casares; la criada y Mimí, porima también de Allende, completan el reparto -de nuevo, una única actriz, la irritante Rosa Manteiga, da vida a las dos mujeres.

 

El problema principal de El túnel son estos personajes secundarios, absolutamente innecesarios. Cuando no entran en escena, están "ocultos" tras unas bambalinas de forma que el espectador los tiene siempre presente. María Iribarne, una mujer fría donde las haya, es presentada aquí con un vestido rojo pasión y excesivos matices de voz. Las discusiones entre Castel y ella se convierten en diálogos que bien podrían haber salido del peor Almodóvar. Mimí y la criada cumplen su objetivo, quizá demasiado bien: la irritación que unos diálogos vacíos producen en el lector se convierte en desesperación al escucharlos en un escenario. Poco puede decirse de Allende, el marido ciego de Maria Iribarne. Su momento de gloria en la novela se produce casi al final, cuando Castel le informa en tono revanchista de la muerte de su esposa y éste grita "¡insensato! ¡Insensato!". La escena, sin embargo, ni siquiera tiene lugar, sino que es el propio Alterio quien la recuerda.

Así, una novela de la que el lector nunca sale ileso, un texto en el que no hay una frase positiva, se convierte en una obra teatral en la que los espectadores ríen con frecuencia.

Los minutos finales de la obra son salvables. Alterio queda solo en escena, se arroja a una silla y se mete de veras en la piel del pintor depresivo: su actuación está llena de silencios y miradas vacías. Éste debía haber sido el tono de la obra: un monólogo recitado por un viejo pintor que no espera nada de nadie, un hombre que recuerda al amor de su vida, la única persona que le comprendió. Y que lo hace de tal forma que no es necesaria la presencia de los restantes personajes, sus palabras los evocan con mayor precisión.

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