(Cuando quiere) aún ruge el León
Van Morrison es único. Hay quienes no soportan su voz desagarrada, sus aullidos; quienes piensan que está demasiado viejo, que ya no tiene voz, que sus discos no son lo que eran. Y hay quienes piensan que es el único artista de los sesenta que aún se mantiene digno. Somos estos últimos quienes le perdonamos todo. No importa que el público no pueda ver su cara, parapetada tras unas gafas y un sombrero; no importa que no sonría, que no salude, que ni siquiera de las gracias, (y cuando lo haga apenas sea un gruñido). Van Morrison pone su música por encima de todo. Nosotros debemos hacer lo mismo.
Los dos conciertos que el irlandés ha ofrecido en la sala Multiusos, dentro del ciclo Jazz Zaragoza, han sido la cara y la cruz de lo que aún es capaz. El comprador de una entrada debería haber tenido derecho a asistir a los dos conciertos, pues fueron muy distintos, tanto en actitud como en canciones, (sólo repitió 3 temas en los dos días).
El viernes Van Morrison estaba desganado, apático. O esa impresión dio la primera mitad del concierto. Cantó, (es un decir), los primeros temas sin voluntad, como quien recita una lección aprendida hace tiempo. Rodeado de una sólida y meritoria banda, hasta bien entrado el concierto no quiso entonar las canciones que le han convertido, junto a Bob Dylan, en uno de los mejores letristas del rock. Más bien parecía leerlas. Y fue una pena, porque el repertorio no pudo haber sido mejor. A lo largo de una hora y media exacta, (la mirada pendiente del reloj que tiene en el escenario), regaló perlas como Days like this, Moondance, o Beautiful vision. Hacia la mitad tuvo la decencia de recordar quién era y dónde estaba, y se dignó a usar su voz. El León seguía vivo. Pero por poco tiempo, pronto llegaron los últimos temas, Brown eyed girl y Gloria, con los que finaliza casi todos sus conciertos en los últimos años. No hay tiempo para bises, saludos o aplausos. El artista abandona el escenario mientras los músicos aún tocan sus instrumentos. Las luces se encienden, el León se va a descansar.
El sábado fue otra cosa. De nuevo, mostró sus dos caras. Si bien desde un principio se le vio decidido a cantar, en contrapartida no quiso ofrecer muchos temas conocidos, (sólo Into the mystic, Jackie Wilson said y el definitivo Gloria). Tocó el saxo, profirió los gruñidos que le han merecido el sobrenombre de León de Belfast, incluso hubo momentos para la improvisación. Y eso arranca más aplausos que unas pocas canciones famosas. Se le veía casi contento, no era el mismo que la noche anterior. Daba las gracias en un inglés reconocible y, cosa inédita, presentó una de las canciones. De nuevo extremadamente puntual, pocos minutos antes de las nueve y media comenzó la última canción. Y a casa.
Pero un concierto de Van Morrison no es sólo música. Merece la pena estar pendiente de los gestos y movimientos del cantante. Las piernas quietas, la mano asfixiando el micrófono, el tronco y la cabeza en movimiento. No habla con sus músicos: sacude con fuerza el brazo y saben que deben subir el volumen, extiende la mano y lo bajan al mínimo, el artista quiere que sólo se le oiga a él. Extiende el dedo hacia uno de ellos y éste comienza un solo de guitarra o de piano; pero si no le gusta vuelve rápido al micrófono, y que le siga quien pueda.
En definitiva, un artista veleidoso que mostró el sábado que, si quiere, aún puede rugir.
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