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Viaje a Itaca

Cine y música

Juntos y revueltos

29 de Junio -  Zaragoza - Pabellón Príncipe Felipe 

Sabina: "Es un sueño de hace muchos años que parece que voy a cumplir".

Serrat: "Este tipo de espectáculos necesita la certeza de que estás trabajando con un amigo y sobre todo la generosidad necesaria para que el otro se luzca".

Proyecto sesiones dobles: Wong Kar-Wai

En colaboración con  The Observer, El lamento de Portnoy y otros bloggers que ya se han sumado a la propuesta, me uno al Proyecto Sesiones Dobles.

Las primeras películas a comentar serán In the mood of love y 2046 del director Wong Kar-Wai.

Fechas de visionado: 30 de Marzo - 15 de Abril

Fechas de comentarios: 16 - 20 de Abril

Blogs participantes:

¿Y si esta vez te quedaras?

Bogotá 35MM

Books&Films

Cineahora

Cinematic World

El día del cazador

El diario de Mr. Macguffin

El lamento de Portnoy

El séptimo arte

Fabrica de ilusiones

Himnem  

La mujer justa

Marco Velez

Ojo de buey

Padded Room: Chronics floor

The Observer

Pedro Páramo

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. "No dejes de ir a visitarlo -me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dar gusto conocerte." Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

Todavía antes me había dicho:

-No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.

-Así lo haré, madre.

Mateo Gil adaptará la novela Pedro Páramo al cine. ¿Será capaz de trasladar a imágenes la atmósfera opresiva de la obra?

Veremos.

Chiste

Al morir, un pianista va al cielo y debe esperar su turno para poder tocar su instrumento en la Big Band celestial.

Pasan, uno a uno, Duke Ellington, Bill Evans, Teddy Wilson, Bud Powell y el difunto está cada vez más maravillado. Hasta que llega al piano un anciano de larga barba blanca que se mueve como loco y parece posesionado por la música.

"¿Y éste quién es, que no lo conozco?", pregunta.

"No, no es músico", le contestan. "Es Dios. Pero se cree Keith Jarrett".

Coixet y Roth

Isabel Coixet ha aceptado dirigir El animal moribundo, la adaptación de la novela homónima de Philip Roth, de quien hablaba hace unos días aquí. Por lo visto, le hicieron una oferta que no pudo rechazar.

 

La novela habla de un anciano profesor universitario que se enamora de una joven. Aunque no la he leído, es casi seguro que Roth ha sabido manejar con maestría este argumento tan simple en principio.

En la versión cinematográfica, Ben Kingsley interpretará al profesor, y Penélope Cruz a la joven. La única pega a todo esto es su guionista, Nicholas Meyer, autor de la fallida adaptación de La mancha humana, otra novela de Roth. Confiemos en el talento de Coixet para salvar la película.

Según la prensa, Roth está contento con la elección de la catalana, y la ha invitado un fin de semana a Nueva York para hablar del proyecto. ¡Ay, quién estuviera en esa mesa!

Prueba superada

Había mucha expectación por ver la nueva película de Sofia Coppola. Tras su discreto y algo fallido debut con Las vírgenes suicidas, (aunque la culpa no es toda suya, el libro es pésimo), la directora llenó los ojos de los espectadores con la poética Lost in translation. La pregunta era clara: ¿conseguiría con María Antonieta el aplauso de la crítica?

Era difícil. Sofía Coppola se embarcó en un proyecto complejo, más propio de un curtido director que se permite un capricho que de una joven, 35 años, con un único éxito a sus espaldas. El resultado, sin embargo, es más que digno.

 

Coppola pasa en este trabajo de la sobriedad y elegancia que mostró en Lost in translation a la exageración, el lujo y el derroche. Una combinación de decorados, maquillaje y vestuario que le sirve para mostrar de qué forma la vida real se ocultaba en la Francia previa a la Revolución. La estética, de nuevo, es capital en la directora.

María Antonieta narra un fragmento de la biografía de la esposa de Luis XVI, una joven noble austriaca casada con el Delfín francés para asentar las relaciones entre los dos países. La película comienza con una perezosa Kirsten Dunst, (más guapa que nunca), a quien su madre despierta para anunciarle que se va a casar con el futuro rey de Francia; y termina con una desengañada reina que observa con tristeza los jardines de Versalles mientras huye en carruaje a fin de salvar el pellejo, (cosa que no conseguirá).

Entre estos dos momentos, Coppola nos muestra, en ocasiones con mucha ironía, el día a día de la reina de Francia: el despertar rodeada de nobles deseosas de vestirla, las comidas llenas de silencio y protocolo, las aburridas tardes en única compañía de sus damas de servicio y las frías noches en que intenta, sin mucho resultado, hacer el amor a su esposo.

Sofia Coppola no ha buscado en ningún momento filmar una película histórica. Maria Antonieta puede ser (casi) cualquier mujer de hoy en día. Mientras el espectador asiste a sus intentos de integrarse en ese circo que es Versalles, es fácil imaginar a una joven del siglo XXI que se casa por dinero y a quien las compañías de su marido nunca llegan a aceptar como una más. La soledad de la reina, en ciertos momentos, es absoluta. Natural, pues, que dedique su tiempo libre (todo) y su dinero (mucho) a placeres más o menos prohibidos: juego, alcohol y sexo.

Luis XVI aparece en la película como un tímido ignorante de la vida social a quien sus ministros dirigen como quieren. La Realpolitik, la única razón del matrimonio. El protocolo es el sagrado calendario que rige el tiempo en Versalles. Y la felicidad personal, una nimiedad frente a las obligaciones.

Coppola filme desde la perspectiva de la corte, de una reina que dijo, "Si no tienen pan, ¡que coman pasteles!"; así, cuando el pueblo francés se acerca amenazante a Versalles y obliga a los reyes a abandonar la corte, al espectador le viene a la cabeza la imagen de tantas personas que el siglo pasado tuvieron que huir de otra masa que buscaba su cabeza. Pero no es lo mismo. La última imagen de la película muestra una sala del palacio destruida por los sans-culottes: eso es trampa.

Ciertos críticos han criticado la peculiar elección de la música. Es un elemento, sin embargo, que no chirría con el tono exagerado y ampuloso de la película. Una de las mejores secuencias, aunque muy breve, se produce cuando la pareja desciende por unas escaleras y suena el majestuoso inicio de Plainsong, del oscuro grupo The Cure.

Si bien la Coppola ha caído de pie en este salto al vacío, haría bien en volver a sus películas "pequeñas": en un segundo lanzamiento similar podría estrellarse.

Y a la tercera película falló

Babel es una buena película. En la cartelera actual, tan sólo Time y, con toda probabilidad, Banderas de nuestros padres, le pueden hacer la competencia. Es un largometraje más que digno, con escenas emotivas, hipnotizante música (Gustavo Santaolalla no defrauda) y altas intenciones (que se quedan en el camino). Sería una muy buena película si no conociéramos a su director.

Babel estaba destinada a ser la película del año. En Cannes recibió el premio al mejor director y de no haber competido Pedro Almodóvar quizá se hubiera llevado también el de mejor guión. En los Globos de Oro cuenta asimismo con varias candidaturas.



El tercer trabajo del mexicano Alejandro González Iñárritu era esperado por muchos como la culminación de su trilogía. Su opera prima Amores perros sorprendió al público por su estructura, vibrantes diálogos y memorables escenas (el viejo mendigo que se corta la barba y el pelo y se transforma en el hombre de negocios que un día fue), y puso en primer plano a Gael García Bernal, hoy actor en vertiginoso ascenso.

Para su segundo trabajo, 21 gramos, González Iñárritu contó con la participación de "monstruos" de la pantalla como Sean Penn o Benicio del Toro. Aquí ralentizó el ritmo, concedió una mayor protagonismo a la música y la fotografía, bellísimas, y filmó una película que dejó clavado a más de uno en la butaca.

Babel, muy publicitada, parece ser una mezcla de ambas; pero quizá eligió los elementos más débiles de cada una de ellas.

En Babel se entrelazan (o intentan hacerlo) cuatro historias que suceden en tres puntos distintos del planeta: Marruecos, Japón y la frontera entre Estados Unidos y México. El nexo de unión es una bala que hiere a una mujer estadounidense (Cate Blanchett) en viaje turístico por Marruecos, mientras una mexicana (Adriana Barraza) cuida de sus dos hijos; el disparo lo ha realizado un muchacho de una aldea perdida de la mano de Alá, y el rifle usado provenía de Japón.

Este atractivo argumento intenta llevar al extremo aquello que el aleteo de una mariposa en Hong Kong puede desatar una tormenta en Nueva York; pero se queda sólo en eso.

El problema central de Babel es que ninguna de sus historias tiene fuerza por sí misma; se necesitan las unas a las otras para tener entidad. Y no debería ser así. La narración más sólida es la que acontece en la aldea marroquí, pero tampoco deja la huella suficiente.

En cuanto a los actores, el mejor trabajo lo realizan sin duda los muchachos que disparan el rifle, unos jóvenes que pasaban por la zona del rodaje cuando alguien se fijó en ellos y terminaron participando en una película de alto presupuesto. La esperada actuación de Brad Pitt se queda en poco: es cierto que ya no es el niño bueno que seducía a las mujeres, pero su dolor no es del todo creíble y su rostro necesita demasiado maquillaje para mostrarlo. En cuanto al elenco japonés y mexicano, hay poco que destacar: son correctos.

Un detalle añadido es que la película, al menos en los Cines Renoir de Zaragoza, está doblada al castellano. Un disparate, teniendo en cuenta el esfuerzo que debió suponer rodar en cuatro lenguas diferentes, (y recordando que la película lleva por título "Babel", en referencia a la torre que, según la Biblia, los humanos quisieron construir antes de que Dios confundiera "su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con los otros"). Irrita escuchar a la mayor parte de los actores con acento español y a los mexicanos con deje mexicano, (hablen en español o en inglés, aunque la diferencia haya que buscarla en el movimiento de los labios).

Una lástima.

El coreano aprende

En el año 2000, Kim Ki-duk revolvió el estómago de más de uno con su película La isla, primer filme que se comercializaba en Europa. En ella, una mujer pescaba, (literalmente), a un hombre que intentaba suicidarse; después, ella misma se introducía un anzuelo en la vagina y tiraba del hilo.

Hoy, Kim Ki-duk ha comprendido quién es su público, qué quiere y qué no quiere ver en pantalla. La única secuencia de Time que podría caracterizarse como "fuerte" es la que muestra una cirugía facial con todo detalle, (bisturí, sangre, nariz, dientes); pero esto es algo a lo que todo asiduo de House o C.S.I. está más que acostumbrado.



El argumento de Time es asimismo más "normal" (quizá debiera decirse "occidental") que el de películas anteriores. Este año, el coreano relata una historia de amor: la chica cree que su novio mira a otras porque se ha cansado de su cuerpo; para recuperar su amor, le abandona sin decir palabra y se somete a una cirugía para cambiar su rostro; una vez consumada la transformación intentará conquistarle de nuevo haciéndose pasar por otra.

A partir de este momento, la cinta gira alrededor de los problemas de identidad, los celos y la locura. Porque Kim Ki-duk no abandona su señas de identidad: la violencia sigue presente, en esta ocasión de un modo sutil, más centrada en los gestos y la voz que en las armas y la sangre; los diálogos medidos, la belleza del paisaje (un parque poblado de esculturas con formas humanas) y los silencios son tan importantes como siempre. El coreano sigue siendo el coreano.

Pese a todo lo bueno que tiene, y es mucho, la película deja un cierto sabor a decepción. En su intento de acercarse a la mirada y técnicas europeas, utiliza recursos demasiado manidos en nuestra cultura: las películas espejo (aquellas en las que el final sugiere un principio idéntico al ya visto) ya no sorprenden, sólo producen cansancio.

Despedida y cierre

El 28 de Octubre Lluis Llach visitó Zaragoza por última vez. En esta parada de su gira de despedida, "i", el cantautor catalán reunió a algo más de 1000 personas, todo un éxito, teniendo en cuenta que en el año 2002 tuvo que cancelar por falta de público.

El concierto transcurrió según un programa bien preparado, sin lugar a la improvisación. A lo largo de 18 canciones escogidas en función de lo que para el cantante simbolizaban, no del conocimiento que el público general pudiera tener de ellas, Llach recorrió su trayectoria artística y vital. Cada tema era presentado mediante monólogos más o menos "políticos", que provocaron aplausos y risas de complicidad. Así, dedicó canciones a la madre, Un nuvol blanc, al mar, Maremar, a los valores en extinción, Tendresa, al estatuto catalán, Tossudament alçats, o al fallecido poeta catalán Miquel Martí i Pol.

 

Frente a la imagen de cantautor aferrado a su guitarra para quien el resto de instrumentos es mero decorado, Llach se rodea en esta gira de una sólida banda, (guitarras, cuerdas, acordeón, saxo y batería) que enriquece y da vida a cada canción. Pero lo clásico manda y Alé, interpretada a piano y voz, arrancó el primer "bravo" de la noche.

Tras el fin del espectáculo programado, el de Verges regaló al auditorio un par de "canciones de referencia": Itaca y Que tinguem sort. La última canción que se escuchó fue L'estaca, pero cantada no por Llach, sino por unos pocos asistentes que no querían irse a casa sin haber escuchado su tema más conocido.

Una buena oportunidad, en fin, para despedirse de un histórico de la canción protesta.

(Cuando quiere) aún ruge el León

Van Morrison es único. Hay quienes no soportan su voz desagarrada, sus aullidos; quienes piensan que está demasiado viejo, que ya no tiene voz, que sus discos no son lo que eran. Y hay quienes piensan que es el único artista de los sesenta que aún se mantiene digno. Somos estos últimos quienes le perdonamos todo. No importa que el público no pueda ver su cara, parapetada tras unas gafas y un sombrero; no importa que no sonría, que no salude, que ni siquiera de las gracias, (y cuando lo haga apenas sea un gruñido). Van Morrison pone su música por encima de todo. Nosotros debemos hacer lo mismo.

 

Los dos conciertos que el irlandés ha ofrecido en la sala Multiusos, dentro del ciclo Jazz Zaragoza, han sido la cara y la cruz de lo que aún es capaz. El comprador de una entrada debería haber tenido derecho a asistir a los dos conciertos, pues fueron muy distintos, tanto en actitud como en canciones, (sólo repitió 3 temas en los dos días).

El viernes Van Morrison estaba desganado, apático. O esa impresión dio la primera mitad del concierto. Cantó, (es un decir), los primeros temas sin voluntad, como quien recita una lección aprendida hace tiempo. Rodeado de una sólida y meritoria banda, hasta bien entrado el concierto no quiso entonar las canciones que le han convertido, junto a Bob Dylan, en uno de los mejores letristas del rock. Más bien parecía leerlas. Y fue una pena, porque el repertorio no pudo haber sido mejor. A lo largo de una hora y media exacta, (la mirada pendiente del reloj que tiene en el escenario), regaló perlas como Days like this, Moondance, o Beautiful vision. Hacia  la mitad tuvo la decencia de recordar quién era y dónde estaba, y se dignó a usar su voz. El León seguía vivo. Pero por poco tiempo, pronto llegaron los últimos temas, Brown eyed girl y Gloria, con los que finaliza casi todos sus conciertos en los últimos años. No hay tiempo para bises, saludos o aplausos. El artista abandona el escenario mientras los músicos aún tocan sus instrumentos. Las luces se encienden, el León se va a descansar.

El sábado fue otra cosa. De nuevo, mostró sus dos caras. Si bien desde un principio se le vio decidido a cantar, en contrapartida no quiso ofrecer muchos temas conocidos, (sólo Into the mystic, Jackie Wilson said y el definitivo Gloria). Tocó el saxo, profirió los gruñidos que le han merecido el sobrenombre de León de Belfast, incluso hubo momentos para la improvisación. Y eso arranca más aplausos que unas pocas canciones famosas. Se le veía casi contento, no era el mismo que la noche anterior. Daba las gracias en un inglés reconocible y, cosa inédita, presentó una de las canciones. De nuevo extremadamente puntual, pocos minutos antes de las nueve y media comenzó la última canción. Y a casa.

Pero un concierto de Van Morrison no es sólo música. Merece la pena estar pendiente de los gestos y movimientos del cantante. Las piernas quietas, la mano asfixiando el micrófono, el tronco y la cabeza en movimiento. No habla con sus músicos: sacude con fuerza el brazo y saben que deben subir el volumen, extiende la mano y lo bajan al mínimo, el artista quiere que sólo se le oiga a él. Extiende el dedo hacia uno de ellos y éste comienza un solo de guitarra o de piano; pero si no le gusta vuelve rápido al micrófono, y que le siga quien pueda.

En definitiva, un artista veleidoso que mostró el sábado que, si quiere, aún puede rugir.